Cuando las bombas destruyeron “La Moneda” y los nuevos gobernantes hablaron de “guerra” desatando una furiosa y sistemática persecución contra toda disidencia, Pedro Sepúlveda no imaginó que terminaría encarcelado y lejos de su patria por casi 30 años.
De las cuantiosas armas y los 20 mil guerrilleros que supuestamente habían ingresado al país nunca se supo. Quienes se tomaron fábricas y universidades para defender al gobierno fueron detenidos sin ofrecer resistencia. Sólo en el Palacio Presidencial y unos pocos lugares hubo enfrentamientos armados. Sin embargo el mito de la “guerra” se alimentó por décadas dividiendo a los chilenos y persiguiendo a todos los sospechosos de discrepar de la dictadura.
Pedro había adherido al programa de gobierno de la Unidad Popular porque incorporaba los cambios que creía necesarios para mejorar las condiciones de vida en el campo. Sociólogo, investigador agrario y académico de la Universidad Católica, era también dirigente del MAPU en la provincia de Linares. Aunque sus acciones se apegaban a la legalidad vigente, fue perseguido desde los primeros días.
Me cuenta que con un amigo que vivía la misma situación pensaron atravesar la cordillera y refugiarse en Argentina. No fue posible. Las amenazas a su familia lo obligaron a entregarse en la Tenencia de Carabineros de Panimávida el 18 de septiembre. De allí fue trasladado a la Escuela de Artillería de Linares y a la cárcel pública. Los siguientes dos años los pasaría entre estos dos recintos. Los interrogatorios y apremios se realizaban en la temida Escuela. Allí estuvo meses incomunicado y sin cargos.
Ocurrió una mañana a mediados del mes de octubre. Una delegación de la Cruz Roja Internacional visitó a los “prisioneros” para constatar su situación y el respeto a sus derechos humanos. Los reunieron en una sala donde pasaban días enteros contra las murallas. A pesar del miedo a las represalias, Pedro se atrevió a hablar. Lo hizo en francés y muy rápido. Les pidió que registraran sus nombres y sus datos personales. Tal vez eso les salvó la vida.
UN BULTO A MEDIA NOCHE
Después fue trasladado a un calabozo más pequeño que llamaban “el rastrillo”. Allí comenzó la etapa más dramática de su cautiverio.
Estuvo solo durante varios días hasta que “una noche entraron los militares y arrojaron un bulto en un rincón. Esa noche no dormí”, recuerda Pedro. Con la luz del amanecer se encontró con “un rostro desfigurado por la hinchazón, sucio y ensangrentado. En la nuca tenía una llaga de unos cuatro centímetros que iba de una oreja a la otra. Se veía la carne. Las manos no tenían dedos, eran huesos al descubierto con trozos de carne quemada y uñas chamuscadas. Los pies también estaban quemados, con heridas profundas. Ese ser humano atormentado y mutilado estaba casi moribundo”.
Apenas pudo reconocer a Nelson Paredes Celis, a quien todos en Linares conocían por el apodo de “Mameluco”.
Pedro Sepúlveda recuerda que “su rostro atormentado, sus llagas profundas y sus silenciosas lágrimas nocturnas eran como una oda a la tristeza y a la rebelión”. Y presagiaban muerte.
Era enero de 1974.
LA SILENCIOSA SOLIDARIDAD
Nelson Paredes era un joven del mundo popular y un enamorado del deporte. Había querido ser profesor o periodista, pero no lo logró. Como dirigente deportivo era estimado y querido. Fue simpatizante del Movimiento Campesino Revolucionario en la provincia de Linares, pero no militaba en ningún partido. Para los días del Golpe estaba trabajando en la ciudad de Los Andes. Fue detenido casualmente y trasladado al Regimiento de Tejas Verdes a cargo del coronel Manuel Contreras.
Tejas Verdes fue una escuela de torturas donde se formaron los agentes de la DINA de todo el país. Los testimonios de quienes pasaron por ese lugar son los más pavorosos de cuantos están disponibles en libros e informes.
Al parecer los agentes pensaron que el dirigente Carlos Altamirano (ex Secretario General del P.S. y uno de los dirigentes más buscados por la dictadura) había estado en Los Andes y que “Mameluco” había sido parte de su escolta. Hoy sabemos que Altamirano ya había salido del país.
“El primer día no fue posible que Mameluco bebiera o comiera algo”, dice Pedro. Sabía que cada día su compañero de celda estaba más cerca del fin. No había alternativa y al día siguiente se arriesgó a hablar con los supuestos “enemigos”. Les pidió a los guardias una botella con agua. Recuerda que “no dijeron nada, pero a la hora de almuerzo le entregaron una botella con agua azucarada y un trozo de algodón”. Le comenzó a humedecer los labios y el herido comenzó a revivir. “Al cabo de unos días abrió los ojos y con un murmullo dijo: ¡Hola Pedro!, ¡Hola Mameluco!, le dije”.
Cuando el herido pudo hablar le contó que había estado en Tejas Verdes. Vio a muchos detenidos encerrados en casuchas que parecían jaulas. Allí lo quemaron a fuego lento amarrado de pies y manos en un subterráneo.
“¡Pensé que me iban a quemar vivo!, exclamó. Y un llanto desgarrador siguió al increíble relato. Pero nunca más habló de ese episodio”, señala Pedro.
A la semana los dolores de Mameluco aumentaron porque aparecieron gusanos en las plantas de sus pies. Un aroma nauseabundo emanaba de las heridas. Con temor y arriesgándose a un castigo, Pedro habló nuevamente con los soldados que hacían guardia. Les pidió alguna pomada para quemaduras y antibióticos. No dijeron nada. Al día siguiente los muchachos le preguntaron qué pasaría si descubrían la pomada. Pedro les dijo que diría que él la tenía. Le exigieron un juramento y después le entregaron unas tabletas y un ungüento que escondió en los vericuetos de la celda. A pesar de todo el odio inoculado y predicado, los jóvenes soldados se habían atrevido. Desaparecieron los gusanos, pero los dolores seguían. Mameluco daba alaridos. Dos civiles lo revisaron y comenzaron a hacerle unas curaciones con agua oxigenada.
LA CABALLERIZA
Un día los sacaron de “el rastrillo” y los trasladaron a las caballerizas. Los dejaron entre dos caballos “era un lugar sucio, mal oliente y lleno de moscas. Era el círculo más profundo del infierno linarense” afirma el sociólogo. “No hubo más curaciones, tal vez querían eliminarnos, a veces Mameluco deliraba”, agrega. Casi nadie se acercaba a ese sector de la Escuela. En las interminables y silenciosas noches escuchaban un diálogo de gallos al amanecer. Mameluco con sus heridas infectadas estaba incapacitado para realizar las más elementales necesidades humanas. Un día mientras ayudaba a su compañero a sentarse, un subteniente que adiestraba a nuevos reclutas se acercó y le susurró al oído “lo felicito, ojalá les vaya bien”. Y se alejó.
Pedro dice que esa fue una inyección de esperanza que se sumaba a los anónimos soldados que los habían ayudado. No todos creían en la supuesta “guerra”, ni gozaban al emplear una crueldad innecesaria. La increíble experiencia de Pedro Sepúlveda tendría algunas señales del cielo y mucho de infierno. Una mañana el “tira Torres” llegó a interrogar a Mameluco y lo dobló a puntapiés. Pedro también recibió una cuota por pedirle que no lo hiciera, dada la gravedad de su estado. Pero pasaban los meses y nada cambiaba. La depresión y el abatimiento crecían. Olía a perro muerto y las moscas no daban tregua. Mameluco las alejaba con una ramita.
Yo observo a Pedro sano y plenamente activo y me cuesta creer su capacidad de sobrevivencia.
“Fueron noventa días y noventa noches en la incertidumbre, la fealdad, la insalubridad, el mal olor, los gusanos y las moscas”, subraya con gravedad.
Y una noche escucharon las voces de los antiguos guardias. Le traían pomada y antibióticos. “Actúe rápido, le dijeron, parece que pronto nos cambiarán de aquí, pero la pomada seguirá llegando. Otros la traerán”, escuchó. “Eran muchachos chilenos que con valor y bondad y a cambio de nada, ayudaron al herido”, reflexiona.
EN LA CARCEL PÚBLICA
Sin explicaciones Pedro Sepúlveda fue trasladado nuevamente a la cárcel. Mameluco se quedó solo en la caballeriza. Era la crónica de una muerte anunciada. Pero el destino, el azar o la providencia dispusieron otra cosa. Al día siguiente una nueva delegación de la Cruz Roja Internacional visitaría Linares. Pedro habló con el sacerdote Domingo González, capellán de la cárcel. Se conocían y se estimaban. Le contó sobre las graves lesiones de Nelson Paredes y el clérigo se comprometió a hablar con la Cruz Roja.
Y a pesar de la negativa inicial de las autoridades de la Escuela, la delegación pudo ver a Mameluco en la caballeriza y un médico constató la gravedad de sus heridas. Fue trasladado a la Enfermería y después al Hospital Militar en Santiago, donde fue operado y tratado.
Meses después, mutilado de pies y manos, pero caminando, Mameluco ingresó a la cárcel de Linares. Por fin los sobrevivientes de la caballeriza pudieron abrazarse.
Pocos meses después Pedro se fue al exilio.
EXILIO Y RETORNO
Pedro, su esposa y sus tres hijos llegaron a Bélgica en 1975.
Al comienzo trabajó lavando platos. Más tarde, gracias a los Sindicatos trabajó en una imprenta. Y de ahí lo llamaron a trabajar en la Comisión de Estudios de la Comunidad Económica Europea, donde estuvo 10 años. También fue taxista en el aeropuerto y gerente de un restaurant. Nunca quiso asumir una nacionalidad europea porque siempre pensó volver a su comuna de Colbún en la provincia de Linares.
En 1993, cuando sus hijos terminaron sus estudios pudo regresar. Para seguir preocupado del mundo rural y de los problemas de Chile.
Nelson Paredes o Mameluco estuvo preso sin cargos hasta 1980. Cuando recuperó la libertad también emigró a Europa. Estuvieron juntos en París cuando el presidente socialista François Mitterrand asumió el cargo. Allá también fue un apreciado dirigente deportivo.
Y falleció en el mes de septiembre del año 2006 en Chile.
Fue despedido en el Gimnasio Municipal de Linares ante una multitud. En esa ceremonia Pedro tomó el micrófono y agradeció a los anónimos soldados que le salvaron la vida “y como si una fuerza superior los moviera, desde todos los rincones del anfiteatro vi que la gente se ponía de pie y surgió una ovación cerrada dedicada a esos héroes anónimos”, recuerda. Fueron pocos, pero existieron. Algunos de ellos fueron asesinados. Conocer sus historias y reconocer su coraje y humanidad es una tarea pendiente.
Pedro Sepúlveda, ciudadano inquieto, dirigente social querido en la provincia de Linares acaba de terminar su último libro “La verdad también tiene su hora” el que espera presentar en el mes de enero del próximo año.
“No para quedarnos pegados en el pasado, dice, sino para que nunca volvamos a la lógica de la guerra y para sembrar esperanza en la bondad de los seres humanos”.